Como ya les conté, me
encanta viajar, descubrir mundos nuevos, soy una curiosa insaciable. Estuve en
muchísimos lugares poco ortodoxos, digamos que mi turismo no es el tradicional
de las grandes capitales del mundo.
Últimamente, se me ha
dado por ir a visitar árboles majestuosos. O dicho de una manera más apropiada,
ellos se han presentado en mis diferentes viajes, sin demasiado anuncio, ni
previo aviso. Me voy enterando al paso, de sus añosas históricas existencias, y
apenas debo desviarme unos cientos de kilómetros, para ir a conocerlos.
La primera vez,
estaba yo en México, cuando alguien me habló del Árbol de Tulle, en Oaxaca.
Miré el mapa (porque soy de las que aún andan con el papel plegado en la
mochila), y distaba apenas unos trescientos kilómetros de donde me encontraba. Una suma
de colectivos locales me fue llevando al pueblito en cuestión, y una mañana muy
temprano, me encontré delante del santo ejemplar.
No podía dejar pasar
la oportunidad de ver el árbol con la circunferencia de tronco, ¡más grande del
mundo!. Se necesitan treinta personas, con sus brazos extendidos, para rodear
los catorce metros que lo componen.
Además de su curiosa forma, como si
varios troncos bifurcados se unieran entre sí para formar un único pedestal.
Entre sus líneas verticales, o lo más parecido que a esa dirección fuera, se
dibujaban caras y esfinges como de animales mitológicos, mezcla de monstruos,
brujas y otros bichos raros, alucinantemente reales.
Se llama pareidolia, ese extraño proceso de nuestras mentes, para
captar formas humanas o animales, en diversas superficies, o en las nubes. Así
es como en ese tronco, pude distinguir varios duendes, un lagarto, dos
delfines, y ¡hasta un elefante!
Su copa, no menos llamativa, con sus cincuenta y ocho metros de diámetro, y a cuarenta y dos del piso, puede albergar hasta quinientas personas, bajo su sombra.
¡Imponente!, aunque humildemente callado,
tras una alta reja perimetral, para evitar que los visitantes acariciemos su
corteza o pisáramos sus enredadas raíces expuestas. ¡Quedé fascinada! Algunas
ramas vigorosas, parecían flotar hacia
el cielo, otras, ya fatigadas por el peso del oscuro follaje,
se posaban hasta encontrar reposo
en la reja circundante, casi incrustadas en la misma, desde hará vaya a saber
cuántos años. La chapa de presentación de la especie, a la entrada de la
capilla aledaña, habla de dos mil años de antigüedad. O sea, que cuando el
niñito Jesús era apenas un crío, el Tulle, ya se venía asomando al mundo. La
diferencia es que uno fue historia a sus treinta y tres, y éste hace rato que
sigue presente, deleitándonos a quienes tenemos la oportunidad de conocerlo en
directo.
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