Muchas veces me preguntan: -“¿Y vos qué comés, entonces?”- o
me cargan en torno sarcástico con: -“¡UY! Estás matando un tomate!” (o una
lechuga, o lo que sea que estoy sacando de la huerta).
Y yo me quedo pensando en qué quizás tengan razón… pero en
vez de admitirlo, me pongo loca tratando de explicitar mis razones, defendiendo
mi postura, dejándolos en una posición de cuasi ignorantes, o poco elevados…
Eso no me hace bien, ni me hace superior, ni más dotada, sí más engreída, más
prepotente, más dictatorial, aunque también más segura de mi misma, y eso me
complace. Aunque no tiente a nadie, aunque no modifique a nada ni a nadie.
Son como esas discusiones metafísicas entre un ateo y un
creyente, tratando de convencerlo.
Como un discurso milico, dando por hecho dónde estaba el
bien y dónde la maldad. Como un vegano dando cátedra, o un cura una homilía.
¡Detestable!
¿Por qué tengo yo que ir por ahí enseñando (¡?) lo que a mí
me parece lógico y virtuoso, normal y necesario, real e imprescindible?, por
supuesto de acuerdo a mi óptica y creencias, y volteando por tierra, lo que no
condice con ellas. Sin valorar ni un pedacito de otras razones, echándolas
todas al cubo de la basura (o al compost con lombrices y todo!), sin escuchar,
sin medir, sin dar lugar a la opinión del otro, encasillándolo en una posición,
algo descortés, y hasta ridiculizándolo, a veces!