¡No me canso de mirar los árboles!
Tengo plena conciencia de lo privilegiada que soy de vivir
en un bosque. ¡Un bosque de verdad! de árboles autóctonos, nacidos por la única
voluntad de la Madre Tierra, hace centenares de años…
Dicen, que uno de los
últimos bosques nativos, que quedan en el planeta…
¿Y antes, que habría por acá? Dos mil veinte menos mil
cuatrocientos noventa, más o menos, que llegaron oficialmente las carabelas de
Colón a estas latitudes, me da quinientos treinta años. Un poquito más de los
cuatrocientos y pico que tiene Boreal. O sea, que cuando los conquistadores
andaban husmeando por esta zona, Boreal era apenas un retoñito bebé,
quizás
sólo de diez centímetros de alto del suelo. Esto de pensar el potencial de
algo, o de alguien, ¡me da vuelta la cabeza! Pensar que en una semilla, o en un
embrión humano, semilla también, al fin y al cabo, se encuentra condensada toda
la magia que se desarrollará a lo largo de las vidas…
Que con sólo una pisada de las foráneas botas, involuntaria
quizás, Boreal no sería quien es. Cada tronquito, por minúsculo que sea, tuvo y
tendrá una historia que contar, una vida por vivir, unos retoños que sembrar,
enseñanzas que dejar, maravillas por hacer…
Como nosotros los humanos, procedemos de unos padres, para
quiénes, en la gran mayoría de los casos, nuestra historia será importante, ¡única!,
ni siquiera parecida a la de nuestros hermanos y hermanas. Cada uno es una
individualidad, y cada uno dejará su legado, escrito, plantado, retoñado, ¡o
como sea! Siempre dejamos huellas…
De hecho, escribo todo esto, sentada en una hamaquita
thonet, que fabricó mi abuelo ebanista hace más de medio siglo! La mano de él,
y el árbol que torneó, están aquí conmigo.
Por algunas generaciones, pocas, mal que le pese al Ego,
nuestros descendientes, salvo contadísimas excepciones, sabrán qué existimos,
qué hicimos, o qué soñamos hacer.
Ahora que está tan de moda, y tan facilitado
con las búsquedas de internet, todos queremos reconstruir nuestro Árbol
Genealógico, saber de nuestros ancestros, de dónde venimos, que es una forma de
intentar averiguar, hacia dónde vamos.
Alguna vez fuimos semillita –como nos explicaban antes-
luego tronquitos. Fuimos ganando altura, y en algún momento, echamos ramas.
Mientras, nuestras raíces del inconsciente, buscaban por todos los rincones,
encontrar fuerzas de dónde asirse, por dónde alimentar recuerdos, reconocer
conductas, repetir historias, rechazar lo que no nos convenía, tomar lo que sí,
y armar una madeja subterránea, donde estabilizar nuestra personalidad. A su
vez, las ramas buscando la luz, echaron
brotes. Se estiraron hasta encontrarse con las de los otros, que también
estaban creciendo a la par, más o menos cercanos, más o menos lejanos,
entrelazando historias, compartiendo espacios, alumbrándonos con el mismo sol y
recibiendo las mismas lluvias.
Las ramas echan hojas, cada una con su propia forma, tamaño,
color, peso o diseño. Parecidas, aunque únicas. A veces podrían ser objetos
pequeños, un anillo, una caja de té, o grandes, como un edificio, silenciosas palabras, sueños
sutiles, descubrimientos científicos, ideas locas, tortas o zapatos. Sea lo que
sea, lo que se materialice, pasará, como las hojas en otoño. Tendrá valor un
cierto tiempo, como una sinfonía de Bach, la fórmula de Einstein, la sabiduría
de mi maestra de primer grado, o un vestido de novia. Todo tiene un tiempo.
Luego las hojas, dejan paso a otras….
Entre medio, la Vida nos enseñó la belleza de las flores. La
de la luz de la luna llena, una madre al amamantar, una danza hindú, un perfume
de azahar, un beso, o una hamaca al volar. Todas las bellezas también pasan,
aunque por suerte, las podemos cobijar en el corazón como un recuerdo etéreo, por
muchísimo tiempo, más de lo que duran.
Tras la flor, llega el fruto. Sabroso manjar, o recompensa
de nuestros actos, cobijo de futuras semillas, responsabilidades, o tareas
cumplidas. Simiente que promete continuidad…
Todos queremos transitar nuestro ciclo en paz, con alegría,
con familia y amigos alrededor, cumpliendo sueños, ayudando a otros, dando lo
mejor de nosotros, creciendo, produciendo, gozando, enseñando y aprendiendo, el
arte de vivir.
Algunos se van antes, los llaman de Arriba, dicen. O ya
cumplió lo que vino a hacer en este plano, dicen otros. Era su hora, tratan de
convencerse algunos otros. Aunque nadie sabe cuándo acabará su función, nadie
quiere irse del escenario. Ni que bajen a ninguno de tus seres queridos, o a
inocentes desconocidos.
Ése que se va, siempre deja algo. Una ropa que ya no usará,
una canción, un recuerdo, un libro, o una foto, o muchas, un juguete, un
perfume, una receta para scons sublimes, una huerta, un cajón de herramientas
oxidadas o una almohada. Lo que sea, llevará su nombre por algunos largos años,
mientras su descendencia lo recuerde. Como mi silloncito.
Lo miro, y pienso en tantos objetos anónimos, de maderas desconocidas,
que no tenemos ni idea, de dónde vienen, quienes los hicieron, en qué bosque
estaba el árbol que se inmoló, o lo derribaron sin permiso.
Tengo un lápiz en la mano, uno de tantos que me acompañaron
desde que descubrí el placer de garabatear. Mi casa tiene techo con tejuelas, y
el piso, también de noble madera. Allí hay un cajón de frutas, vacío, con su
tosca marca en los costados sin pulir. Hay una mesa cómoda, cuatro sillas,
muchísimos libros y papeles por doquier, envases de cartón, incluso en el baño.
Hay un piano que suena a dioses, una guitarra, una flauta de ébano y otra de
nogal, una maraca y una kalimba preciosa como un caracol. Los mangos de los
cubiertos, la tabla de cortar pan, la espátula para servir la pizza, el pequeño
bowl para aplastar semillas de lino y girasol, y los leños secos que arden en
la chimenea. Todas presencias de otras vidas, que ya no están. Como mi abuelo,
ni el barco en el que vino del otro lado del mar. Ni sus mástiles, ni el timón,
ni todo lo que anónimos, antiguos árboles, dejaron para nuestro bien.
A todos ellos, quiero homenajear en este relato. A todos
ellos, les debo agradecer, sus humildes y grandiosas entregas. A todos ellos,
debemos pedirles perdón, por no entender a tiempo, sus irremplazables
servicios, en aquellas épocas. Por no comprender, que ellos también, estaban
“Vivos”!
Los tiempos cambiaron, se supone que somos seres
evolucionando, la tecnología avanza, nuestras mentes despiertan a nuevas
realidades, llegamos a Marte!
Y los árboles, antiquísimos amigos, con más de cuatro mil
millones de años sobre el Planeta, aún nos siguen esperando, silenciosos, que
los respetemos, les demos el derecho a la dignidad, que todo ser vivo se
merece.
Ya nadie cree que la tierra es plana, ni que el sol gira akrededor nuestro, tampoco hay más cruzadas en búsqueda del santo grial, y sabemos que
los objetos no son estáticos, ni los átomos, la menor dimensión de una célula.
Nadie aceptaría la esclavitud, ni se vuelve atrás con el derecho a la propiedad
privada, o los derechos de autor, existen los sindicatos de trabajadores
organizados, no se les pega más a los niños, y se supone que tampoco a las
mujeres. Se critican los zoológicos, la caza de ballenas o la de especies en
extinción. Usar tapados de zorros es demencial, y ya casi también, los
zapatos de cuero. Los veganos avanzan con sus propuestas de dietas sanas, y
está prohibido fumar hasta en la calle.
Duplicamos el volumen de nuestros cerebros, pero nos
comportamos como cuando los aborígenes hacían sus canoas con troncos ahuecados.
¿Cuánto años más tendrán que esperar los árboles, para que los “vean” como las
nobles y geniales, sabias, criaturas que son? ¿Cuándo dejarán de hacer falta,
las leyes de protección a los bosques, porque la gente los considere per sé?
¿Cuándo dejaremos de sembrar “áreas forestales” para después talarlas en xx
tiempo, como quién hace soldaditos de plomo? ¿Cuándo pondremos nuestra
creatividad para reemplazar todos los objetos que estamos ciegamente
acostumbrados a usar, sin sus permisos? ¿Cuándo dejarán de talar hectáreas y
hectáreas y más hectáreas de bosques y selvas, para plantar soja, para darle de
comer a los chanchos, que a su vez se convierten en hamburguesas? ¿Cuándo
dejaremos de construir con madera, para hacer viviendas cada vez más suntuosas
y amplias, para albergar la soledad de los ricos y sus miserias?
¿Cuántos, cuántos más árboles perderemos, hasta que los
entendamos como semejantes? Distintos, aunque de la misma familia de origen,
somos parientes! Si resulta que venimos de los monos, quiere decir, que bajamos
de las ramas! Jugamos en ellas, ¿quién no?, cobijaron nuestros secretos, fueron
nuestras fortalezas o nuestros caballitos, nuestros asombros, y nuestras
sombras en los días agobiantes. Nuestros respaldos para leer o hacer un pic nic
a sus pies.
De pronto, nos olvidamos, nos hacemos mayores, les damos
vuelta la cara, miramos para otro lado, las pantallas grises, nos tienen de lo
más ocupados ¿ya no los necesitamos? ¿dejaron de ser nuestros amigos y
confidentes? ¿sólo calculamos sus usufructos? ¿hasta cuándo? ¿hasta que no
quede ninguno? Quizás ese día, de rodillas, les suplicaremos, aunque sea, nos dejen respirar….
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